El viaje que encendió la llama

Porque algunos viajes comienzan antes de partir.

Gabriel Benelli

5/8/20243 min read

Hace ya algunos años, en Santiago de Chile, nació un pequeño “piolín”, como dice mi madre. No sabía nada del mundo ni de las emociones que este le haría sentir. Como cualquier niño, comencé a descubrir la vida jugando, y jugando llegué al lugar que cambiaría mi historia para siempre: el grupo de Guías y Scouts Cristian Contreras. Ahí, en aquella manada, inicié mi camino sin entender aún que esas primeras experiencias marcarían algo profundo en mí.

Esa inquietud fue la que me impulsó a tomar una mochila e irme a recorrer parte de la séptima región. No iba por turismo; iba con un objetivo claro.
Pero el camino, como siempre, tenía otros planes.
En ese viaje terminé encontrando algo mucho más grande que un destino o una persona: me encontré a mí mismo. En la gente que conocí, en los paisajes que me abrazaron, en la libertad de caminar sin prisa… ahí descubrí qué era lo que realmente buscaba desde niño, sin saberlo.

Pero la vida con mi abuelita no ocurría en los viajes solamente. En los años 90, frente a una telenovela llamada Oro Verde, me hablaba de los alerces que conocía y de las araucarias donde había crecido. Ahí nació en mí el amor por el entorno, por la naturaleza y por esos paisajes del sur que se quedaron tatuados en mi memoria. Sin saberlo, el pequeño que miraba la tele estaba siendo sembrado con un deseo profundo: conocer este mundo.

Pero mi vida no transcurría solo en Santiago. En esos mismos años, mi familia vivía en el sur de Chile, donde al amanecer podías ver “toser” los volcanes, y al oscurecer las estrellas narraban historias que mis primos contaban junto a una fogata o mientras compartíamos un pan con tomate y sal.
Lo que más disfrutaba, más incluso que el lugar, era el viaje hasta allá. No por la emoción de llegar, sino porque a mi lado iba mi abuelita. Ella jugaba conmigo y me enseñaba que cada río, cada puente y cada sector tenía un nombre, y que como viajero debía aprenderlos y anotarlos.
Así fue como escribí la primera línea en mi cuaderno de viaje:
“Crucé el río Biobío.”

Volviendo a los Scouts —esa parte que dejé pausada—, ya adolescente encontré en ellos un espacio que llené con pasión. Conectaba con la naturaleza, sí, pero había una trampa: la necesidad de pertenecer. Nada llenaba ese vacío… hasta que un verano, con mi patrulla, un par de chicos más y nuestro dirigente, nos fuimos a mochilear hacia la cordillera del valle del Limarí.
Sin lujos, sin más que nuestras mochilas y una carpa para todos, descubrí algo que entonces no supe nombrar: libertad.
La libertad de caminar sin apuro, de mirar sin límites, de sentir el mundo sin filtros. Esa travesía encendió emociones que no entendía, pero que jamás se apagaron.

El tiempo pasó y llegó la vida adulta. La necesidad de encajar seguía ahí.
Me escapaba los fines de semana a Valparaíso, y sentado frente al mar, mirando el océano en silencio, entendí que lo simple, lo presente, lo natural… eso era lo que me hacía sentir vivo.

Nunca pude contar esto a nadie, porque pocas personas entienden este sentimiento.
Pero tú, que estás leyendo, estás aquí porque lo compartes:
esa necesidad de encajar en la ruta, no en el mundo;
ese impulso de salir aunque no haya un motivo lógico;
esa certeza de que viajar no es un lujo: es una forma de ser.

Te lo digo con honestidad:
este sentimiento te lleva a vivir, a valorar, a agradecer.
Porque lo más valioso en la vida no es el dinero —que claro, importa—
sino el tiempo y las experiencias que guardas para siempre.

Desde aquel día, después de ese viaje que parecía pequeño, entendí lo esencial:

Los viajes son mi lugar seguro en este mundo.
Ahí es donde realmente existo.